La calidad... de la melcocha.
Seguramente a casi todos nos ha ocurrido, como clientes, que en alguna empresa comercial, bancaria o en todo caso una institución pública el trato sea lamentable. Le ocurrió en dos ocasiones consecutivas a Martha, una amiga. La primera en Walmart y la otra en el Banco Santander. Nombrar cualquier institución da lo mismo pues la actitud contra el consumidor es igual. El problema de fondo abre diversas aristas de valoración, aún cuando básicamente el punto se centre en la atención y prestación de un servicio con tal vejación.
Ocurre que una empresa comercial como Walmart desconoce el precio de un producto que pone a la venta y aún así lo ofrece al precio que quiere, sobre protesta de sus clientes que solicitan el costo real que debe de presentar la etiqueta. Lo grave del asunto es que ni el gerente, ni los vendedores en su estructura vertical ven el problema más allá... del problema.
Por otro lado, un banco como el ya mencionado también hace y pone de manifiesto la negación de sus servicios en la más clara arrogancia de la actitud. “Después de dos o tres horas regrese porque no tenemos sistema para abrir su cuenta de ahorro”. Posterior a los tres intentos de “regresar” la acción es más que fallida.
Ambas empresas ostentan la categoría de calidad, y en realidad muy poco la entienden en su clara dimensión empresarial. La calidad trasciende a una referencia inmediata de conducta, de producción, de sistema, de formas que lleven a la satisfacción de cumplir y de sentirnos cumplidos en los servicios de una compañía.
En su expresión más llana, la calidad infiere procesos controlados donde se le ofrece a un cliente un servicio apropiado, que de ninguna manera los procesos signifiquen costos adicionales para las propias empresas. Sin embargo, mal entendemos que ese proceso es una forma sistemática de procedimientos ajenos a los sujetos. Por supuesto que no. Ningún sistema de calidad deja afuera al personal y menos al cliente. No se trata de gritar todas las mañanas en grupo “ser los mejores en el día”. Hay más. Calidad implica formas de atender y entender a quién tenemos enfrente.
Sin embargo, la situación revela más del asunto. Desde la mirada del cliente nos hemos acostumbrado a que la circunstancia sea “normal”, a callar, a guardar silencio porque todo indica que soportar es lo mejor; porque indudablemente ninguna empresa, compañía o institución se puede ufanar realmente de entender la calidad. Difícilmente la gente aguanta el enfrentamiento duro cuando las respuestas amuralladas son casi siempre “no hay nada que se pueda hacer” o “llame al número…”. Tras el diálogo se devela que vivimos en un país de ciudadanos silenciados, que aún en la queja se encuentran atados a ninguna respuesta.
Es verdad que nada se hace por regular, que las autoridades no asumen las demandas contra las empresas con seriedad porque no pueden oponerse a quienes dictan la vida económica de este país, que son mayúsculas las imposiciones de estas empresas transnacionales que difícilmente se puede enfrentar a ellas. Estamos pues frente a un Estado que ha perdido su capacidad para intervenir y su sentido de responsabilidad del ciudadano.
Después de esto podemos entonces entender el hartazgo, el cansancio, la vulnerabilidad de una sociedad que no se siente protegida, que dolida solo alcanza a sacar la rabia y la impotencia a gritos, que siente perdido el control de sus autoridades y la desfachatez de las empresas públicas y privadas.
Pudiéramos tomar la vida de la manera más simple, sin complicaciones, sin aspaviento,s sin alteraciones, sin embargo, no es tan fácil. No lo es cuando las cotidianidades nos confrontan con la impotencia, con el desagrado, con la forma más burda de la ineptitud. Frente a eso es darse contra la pared. No es fácil quedarse callado entonces, sino de entender que los silencios se pueden convertir en aullidos... difíciles de soportar.
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