Crónica de tiempos de béisbol.

Posted on 8:05 by Hugo Triano Gomez | 0 comentarios


Flor de líz Pérez Morales  



Tenía algún tiempo que no asistía al parque 27 de febrero a un juego de béisbol, el lugar del que tengo recuerdos inolvidables, no sólo porque era el deporte de interés de mi padre, sino porque fue él, el primero que me llevó a un juego de play off. Después de él y con los años, el béisbol dejó de interesarme. Quizás algunas de las historias más emotivas respecto a este deporte fueron construidas junto al hombre que silenciosamente amó y odió los marcadores del beisbol.
Regresé a un juego, con otra gente, en otro momento, pero en las mismas paredes; ese mismo lugar que ahora me hacía gritar, que me hacía pensar nuevamente en una esperanza tabasqueña. Ahí parecían estar los mismos personaje apoyando, gritando; sacando desde lo más profundo de su garganta pero con el corazón, el ansia de mover un marcador desfavorable para hacerlo favorable. La imagen del Hombre del Overol regresó al mismo parque en el baile del imitador de Chico Che, su música llenaba estruendosamente los oídos, los sonidos de un trópico que no pasa desapercibido, porque la moda pasa pero lo trascendente se queda en la tradición. Me divertía ver a un chico que movía su cuerpo afanosamente como una serpiente enrollada en un tubo. Sudaba, se movía, se volvía a mover al ritmo del merengue que sonaba en los altavoces. Así recorrió todo el parque, bailando y agitando sus manos para impulsar la ola.
“En las tribunas de sol el ambiente era mejor”, me diría me hermano después, cuando le dije que yo estaba en preferente, “ahí está la verdadera prole". ¡Nada aburrido el momento! Insultos al equipo de los Rojos de Veracruz y al Umpire, aventada de cervezas, gordas bailadoras; todo lo que el pueblo siente”.
El juego se animó en la primera y cuarta entrada. Nada está perdido, parecía que los números podían ser empatados. La voz del joven animador a través del sonido era grave, impulsaba, destilaba emoción. Vi a través de la cabina que se secaba el sudor con un trapo que se pasó por la cara. Jugaba con la música de filmes conocidos, Los locos Adams, Misión Imposible, Zorba el Griego y la Pantera Rosa, me reí porque mi camiseta también era de la Pantera Rosa.
No aguantamos las ganas de platicar con nuestros vecinos de butacas, esos desconocidos que nunca habíamos visto en nuestras vidas, sobre la jugada del bateador que fue marcado out, cuando todos opinábamos lo contrario. "Umpire vendido”, seguro nos dijimos todos cuando declaró al jugador fuera de la primera base.
El calor se incrementó, se volvió insoportable, escurría sigilosamente en mi cuerpo y en el de los asistentes. Me ofrecieron un refresco, no acepté, pedí una cerveza. El grito de las butifarras nos sedujo, compramos dos platos, abusamos y no lo terminamos. Al instante me fui al pasado, recordaba la última vez que asistí al parque Centenario. Aquella jornada fue de recuerdos, de algunas lágrimas al recordar a mi padre y finalmente de sonrisas por los nuevos momentos.
Ahora los nombres seguían llegando a mis oidos: Cervantes, Arredondo, Núñez, entre otros. No los reconozco. No están en mis marcos de identidad. Me suenan diferentes. El empuje fue enorme, entre los gritos de los aficionados y un sonido que se moría por revertir los números en la novena entrada con dos outs, a punto de terminar el juego. Y se hizo posible lo imposible, se empataron los números. La jornada se alargó a una treceava entrada que finalmente acabó con una derrota.

Cierto, la memoria se volvía a encender ahora, dispuesta a registrar los gratos momentos de un juego de béisbol que siempre nos llena de esperanzas, de creer que ahí hay otra vida, la que depositamos los espectadores en los nueve jugadores que se meten al campo a jugar una guerra que pareciera ser... de cada uno de nosotros.

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