Crónica de tiempos de béisbol.
Flor de líz Pérez Morales
Tenía algún tiempo que no
asistía al parque 27 de febrero a un juego de béisbol, el lugar del que tengo
recuerdos inolvidables, no sólo porque era el deporte de interés de mi padre,
sino porque fue él, el primero que me llevó a un juego de play off. Después de
él y con los años, el béisbol dejó de interesarme. Quizás algunas de las
historias más emotivas respecto a este deporte fueron construidas junto al
hombre que silenciosamente amó y odió los marcadores del beisbol.
Regresé a un juego, con
otra gente, en otro momento, pero en las mismas paredes; ese mismo lugar que
ahora me hacía gritar, que me hacía pensar nuevamente en una esperanza
tabasqueña. Ahí parecían estar los mismos personaje apoyando, gritando; sacando
desde lo más profundo de su garganta pero con el corazón, el ansia de mover un
marcador desfavorable para hacerlo favorable. La imagen del Hombre del Overol
regresó al mismo parque en el baile del imitador de Chico Che, su música
llenaba estruendosamente los oídos, los sonidos de un trópico que no pasa
desapercibido, porque la moda pasa pero lo trascendente se queda en la
tradición. Me divertía ver a un chico que movía su cuerpo afanosamente como una
serpiente enrollada en un tubo. Sudaba, se movía, se volvía a mover al ritmo
del merengue que sonaba en los altavoces. Así recorrió todo el parque, bailando
y agitando sus manos para impulsar la ola.
“En las tribunas de sol
el ambiente era mejor”, me diría me hermano después, cuando le dije que yo estaba en
preferente, “ahí está la verdadera prole". ¡Nada aburrido el momento!
Insultos al equipo de los Rojos de Veracruz y al Umpire, aventada de cervezas,
gordas bailadoras; todo lo que el pueblo siente”.
El juego se animó en la
primera y cuarta entrada. Nada está perdido, parecía que los números podían ser
empatados. La voz del joven animador a través del sonido era grave, impulsaba,
destilaba emoción. Vi a través de la cabina que se secaba el sudor con un trapo
que se pasó por la cara. Jugaba con la música de filmes conocidos, Los locos
Adams, Misión Imposible, Zorba el Griego y la Pantera Rosa, me reí porque mi
camiseta también era de la Pantera Rosa.
No aguantamos las ganas de
platicar con nuestros vecinos de butacas, esos desconocidos que nunca habíamos
visto en nuestras vidas, sobre la jugada del bateador que fue marcado out,
cuando todos opinábamos lo contrario. "Umpire vendido”, seguro nos dijimos todos
cuando declaró al jugador fuera de la primera base.
El calor se incrementó, se
volvió insoportable, escurría sigilosamente en mi cuerpo y en el de los
asistentes. Me ofrecieron un refresco, no acepté, pedí una cerveza. El grito de
las butifarras nos sedujo, compramos dos platos, abusamos y no lo terminamos.
Al instante me fui al pasado, recordaba la última vez que asistí al parque
Centenario. Aquella jornada fue de recuerdos, de algunas lágrimas al recordar a
mi padre y finalmente de sonrisas por los nuevos momentos.
Ahora los nombres seguían
llegando a mis oidos: Cervantes, Arredondo, Núñez, entre otros. No los
reconozco. No están en mis marcos de identidad. Me suenan diferentes. El empuje
fue enorme, entre los gritos de los aficionados y un sonido que se moría por
revertir los números en la novena entrada con dos outs, a punto de terminar el
juego. Y se hizo posible lo imposible, se empataron los números. La jornada se
alargó a una treceava entrada que finalmente acabó con una derrota.
Cierto, la memoria se volvía a encender
ahora, dispuesta a registrar los gratos momentos de un juego de béisbol que
siempre nos llena de esperanzas, de creer que ahí hay otra vida, la que
depositamos los espectadores en los nueve jugadores que se meten al campo a
jugar una guerra que pareciera ser... de cada uno de nosotros.
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