Un minuto de silencio. (México 1910: Futuro extraviado)
Para comprender en su dimensión real cualquier acontecimiento social, es necesario abstraerse de la realidad propia, del presente de uno, tarea desde luego muy difícil, de naturaleza filosófica.
Tal tarea se complica tratándose de hechos pasados; por tanto el estudio de la revolución mexicana no es la excepción.
Lo que se nos ha dado a conocer por décadas como la revolución mexicana, no va más allá de una terrible lucha armada entre hermanos mexicanos, una lucha entre ciudadanos comunes, entre vecinos; bastaba para ser contrario, enlistarse en uno de los tantos bandos que hubo. Así, de pronto el vecino era Villista y el de enfrente afín a lo gubernamental, suficiente razón para morir.
La pretendida “bola” ungida de valor e idealismo por los literatos del “régimen revolucionario”, que voluntariamente se lanzaba a la lucha por un porvenir mejor, solo es fantasía exaltada en dicho tipo de literatura, elevada a genial pluma.
Lo cierto es que las condiciones sociales de principios del siglo XX en todo México eran de pobreza, especialmente en el campo, región que por cierto era mayoritaria en la república, pues las tradicionales urbes eran aisladamente los centros de mayor concentración poblacional y a cuyos pobladores se limitaba ciertas comodidades materiales.
Tales circunstancias -en honor a la verdad- no pueden ni deben adjudicarse a la administración porfiriana, no por apología ideológica, menos por culto a su personalidad; sólo por honrar a la verdad.
Tuvieron que pasar cerca de 65 años desde que la nación obtuvo su “independencia” política, durante los cuales el denominador común fue el cuartelazo, para que se lograra un poco de estabilidad social y sí, orden y paz porfiriana.
Tal orden y paz social, calumniada por la historia oficial más visceralmente que fundadamente, serían las condiciones necesarias para que por fin, la nación iniciara el arranque hacia la modernidad, que en retrospectiva es calificada como primitiva. No obstante el tiempo perdido, el general Díaz, habría de poner las bases del México moderno, antes que cualquier otro y como nadie lo ha vuelto hacer en el México actual.
Las obras de los años sesenta en las administraciones de López Mateos y Díaz Ordaz, que innegablemente vinieron a complementar lo ya hecho por Porfirio Díaz no lo rebasarían en importancia.
Las relaciones internacionales con México eran de verdadero respeto, sin exagerar ni sobreestimar la capacidad de nuestras determinaciones políticas que en aquél entonces aún eran posibles.
Jamás ningún gobernante mexicano ha podido ni pudo quitarse de encima la influencia y hegemonía Norteamericana; historiadores serios afirman que Obregón fue el último gobernante nacional que tuvo cierto margen de movimiento estratégico para rehuir algunos designios e imposiciones políticas del imperio.
Pues bien, en pleno desarrollo y con tan sólo cerca de 30 años de paz y orden, y a punto de perder las simpatías de la Casablanca, el general Díaz obviamente no pudo mejorar las condiciones de la mayoría de los mexicanos, no por egoísmo o por falta de sensibilidad, sino porque el tiempo le ganó la carrera.
En efecto, Díaz ya un anciano en el poder, sin el ímpetu de la juventud, aunque sí un zorro político, sería provocado en la famosa pero poco conocida reunión del paso del norte (hoy ciudad Juárez), el año era 1909..
El resultado exacto de dicha reunión casi nadie lo sabe. Fuentes no oficiales afirman que entre otras cosas, el presidente Norteamericano supo entonces que Díaz no pretendía cumplir con los compromisos privados asumidos por el gobierno Mexicano, por citar alguno, la ejecución de la reforma agraria que habría de nulificar los efectos positivos de las haciendas, suspendida desde tiempos de Juárez; especialmente en una época en que dicho sistema de haciendas mantenía fuerte al campo Mexicano al grado de ser auto suficiente desde la perspectiva productiva (era impensable por ejemplo la importación de maíz o cualquier otro grano).Dicha circunstancia habría de constituir el caldo de cultivo que generaría la chispa adecuada para que al siguiente año, el conflicto cívico armado se pusiera en movimiento.
Oficial y limitadamente se sostiene que la causa principal que habría de motivar el plan de San Luis, fue la visión demócrata del apóstol Francisco I. Madero. Nada más falso, las causas fueron muchas más complejas y extrañas al deseo democratizador de un solo sujeto y mucho menos de un pueblo inculto y desinformado como el nuestro al comienzo del siglo XX.
Lo que sucedió fue que el hoy imperio armó a las facciones antagónicas del régimen de Díaz, y desató al tan temido por él, “tigre democrático”. El pueblo si bien paupérrimo desde una óptica social, gozaba de nivel de vida moral, si bien no del todo material; era posible entonces sobrevivir con el peso mexicano cuya paridad con el dólar era mínima, las diferencias eran de centavos, lo que permitía la existencia de una moneda con poder adquisitivo. No existía especulación económica, se obtenía con poco, lo mucho que el campo producía, el país apenas comenzaba a despegar al cabo de treinta años de orden y de obra pública.
Por desgracia dicho crecimiento, habría de detenerse bruscamente al decidirse fuera del suelo Mexicano, la necesidad de otra cabeza gubernamental nacional, que no se opusiera a recibir y principalmente ejecutar los designios del poderoso vecino del Norte.
Así, Porfirio Díaz, con todo y sus vínculos masónicos, lejos de auto exiliarse una vez iniciado el conflicto armado, en los Estados Unidos, optó por la tierra del liberalismo y de la revolución mundial. Sólo los europeos podrían considerarlo un respetable huésped.
Lo que vendría luego, sólo se resume en sangre, en tiranía, la tiranía abstracta del ego, la lucha por el poder, que costaría miles de vidas hermanas; abusos de autoridad y, desde luego mayor miseria; la detención del progreso material logrado hasta entonces, que aunque poco era constante. La pausa no fue sólo durante la rebelión armada, habría de extenderse por décadas.
Y entonces cabe la pregunta, ¿hay motivos para celebrar el inicio de la guerra civil de 1910? celebrar suena frívolo en tanto se atienda la naturaleza del hecho, que sólo produjo muertos, ¿venerar a los héroes?, ¿ a cuáles?, los actores políticos de entonces sólo fueron eso, protagonistas de la lucha por el poder, que nunca traicionaron ningún ideal, por el sólo hecho de que nunca encarnaron alguno; encarnaron sus intereses, sus deseos, su sueño por el poder, por el cual habrían de crear alianzas y promover boicots, contra amigos y enemigos. En concreto, vender el alma a quien tuviera el poder de decisión.
Sin duda no hay nada que celebrar, y si a alguien hay que venerar sólo es al mismo actor de siempre, al pueblo, pero al verdadero, aquél que por razones más sencillas que la democracia nacional o la justicia social, dejó detrás de la trayectoria de las balas y artillería, los sueños propios y los generacionales, sus propias ambiciones y deseos, sus mas simples alegrías.
La generación nuestra de ninguna forma es producto de aquélla, que sirvió de carne de cañón para que facciones se pelearan y sólo una de ellas obtuviera el poder, para después ser la marioneta en turno; nuestra generación es una sociedad simplista, conformista, consumista, hedonista, cuya preocupación se limita al individualista deseo de tener, tener y sólo tener, ¿dar? jamás.
Por ello, vaya a donde permanezcan, un minuto de silencio para los hijos que nunca volvieron a ver a su padre, al abandonar la milpa para empuñar el rifle.
Un minuto de silencio para la madre que no volvió a ver a su vástago llegar al hogar. Un minuto de silencio para la esposa que no volvió a ver al compañero de vida.
Un minuto de silencio para los hermanos separados.
Un minuto de silencio por las oportunidades perdidas. Un minuto de silencio por la verdad, principal víctima del próximo año, en que se pretenden conmemorar cien años de mentiras y exaltaciones oficialistas.
Un minuto de silencio por el futuro extraviado de una nación.
Religión, Independencia y Unión.
Tal tarea se complica tratándose de hechos pasados; por tanto el estudio de la revolución mexicana no es la excepción.
Lo que se nos ha dado a conocer por décadas como la revolución mexicana, no va más allá de una terrible lucha armada entre hermanos mexicanos, una lucha entre ciudadanos comunes, entre vecinos; bastaba para ser contrario, enlistarse en uno de los tantos bandos que hubo. Así, de pronto el vecino era Villista y el de enfrente afín a lo gubernamental, suficiente razón para morir.
La pretendida “bola” ungida de valor e idealismo por los literatos del “régimen revolucionario”, que voluntariamente se lanzaba a la lucha por un porvenir mejor, solo es fantasía exaltada en dicho tipo de literatura, elevada a genial pluma.
Lo cierto es que las condiciones sociales de principios del siglo XX en todo México eran de pobreza, especialmente en el campo, región que por cierto era mayoritaria en la república, pues las tradicionales urbes eran aisladamente los centros de mayor concentración poblacional y a cuyos pobladores se limitaba ciertas comodidades materiales.
Tales circunstancias -en honor a la verdad- no pueden ni deben adjudicarse a la administración porfiriana, no por apología ideológica, menos por culto a su personalidad; sólo por honrar a la verdad.
Tuvieron que pasar cerca de 65 años desde que la nación obtuvo su “independencia” política, durante los cuales el denominador común fue el cuartelazo, para que se lograra un poco de estabilidad social y sí, orden y paz porfiriana.
Tal orden y paz social, calumniada por la historia oficial más visceralmente que fundadamente, serían las condiciones necesarias para que por fin, la nación iniciara el arranque hacia la modernidad, que en retrospectiva es calificada como primitiva. No obstante el tiempo perdido, el general Díaz, habría de poner las bases del México moderno, antes que cualquier otro y como nadie lo ha vuelto hacer en el México actual.
Las obras de los años sesenta en las administraciones de López Mateos y Díaz Ordaz, que innegablemente vinieron a complementar lo ya hecho por Porfirio Díaz no lo rebasarían en importancia.
Las relaciones internacionales con México eran de verdadero respeto, sin exagerar ni sobreestimar la capacidad de nuestras determinaciones políticas que en aquél entonces aún eran posibles.
Jamás ningún gobernante mexicano ha podido ni pudo quitarse de encima la influencia y hegemonía Norteamericana; historiadores serios afirman que Obregón fue el último gobernante nacional que tuvo cierto margen de movimiento estratégico para rehuir algunos designios e imposiciones políticas del imperio.
Pues bien, en pleno desarrollo y con tan sólo cerca de 30 años de paz y orden, y a punto de perder las simpatías de la Casablanca, el general Díaz obviamente no pudo mejorar las condiciones de la mayoría de los mexicanos, no por egoísmo o por falta de sensibilidad, sino porque el tiempo le ganó la carrera.
En efecto, Díaz ya un anciano en el poder, sin el ímpetu de la juventud, aunque sí un zorro político, sería provocado en la famosa pero poco conocida reunión del paso del norte (hoy ciudad Juárez), el año era 1909..
El resultado exacto de dicha reunión casi nadie lo sabe. Fuentes no oficiales afirman que entre otras cosas, el presidente Norteamericano supo entonces que Díaz no pretendía cumplir con los compromisos privados asumidos por el gobierno Mexicano, por citar alguno, la ejecución de la reforma agraria que habría de nulificar los efectos positivos de las haciendas, suspendida desde tiempos de Juárez; especialmente en una época en que dicho sistema de haciendas mantenía fuerte al campo Mexicano al grado de ser auto suficiente desde la perspectiva productiva (era impensable por ejemplo la importación de maíz o cualquier otro grano).Dicha circunstancia habría de constituir el caldo de cultivo que generaría la chispa adecuada para que al siguiente año, el conflicto cívico armado se pusiera en movimiento.
Oficial y limitadamente se sostiene que la causa principal que habría de motivar el plan de San Luis, fue la visión demócrata del apóstol Francisco I. Madero. Nada más falso, las causas fueron muchas más complejas y extrañas al deseo democratizador de un solo sujeto y mucho menos de un pueblo inculto y desinformado como el nuestro al comienzo del siglo XX.
Lo que sucedió fue que el hoy imperio armó a las facciones antagónicas del régimen de Díaz, y desató al tan temido por él, “tigre democrático”. El pueblo si bien paupérrimo desde una óptica social, gozaba de nivel de vida moral, si bien no del todo material; era posible entonces sobrevivir con el peso mexicano cuya paridad con el dólar era mínima, las diferencias eran de centavos, lo que permitía la existencia de una moneda con poder adquisitivo. No existía especulación económica, se obtenía con poco, lo mucho que el campo producía, el país apenas comenzaba a despegar al cabo de treinta años de orden y de obra pública.
Por desgracia dicho crecimiento, habría de detenerse bruscamente al decidirse fuera del suelo Mexicano, la necesidad de otra cabeza gubernamental nacional, que no se opusiera a recibir y principalmente ejecutar los designios del poderoso vecino del Norte.
Así, Porfirio Díaz, con todo y sus vínculos masónicos, lejos de auto exiliarse una vez iniciado el conflicto armado, en los Estados Unidos, optó por la tierra del liberalismo y de la revolución mundial. Sólo los europeos podrían considerarlo un respetable huésped.
Lo que vendría luego, sólo se resume en sangre, en tiranía, la tiranía abstracta del ego, la lucha por el poder, que costaría miles de vidas hermanas; abusos de autoridad y, desde luego mayor miseria; la detención del progreso material logrado hasta entonces, que aunque poco era constante. La pausa no fue sólo durante la rebelión armada, habría de extenderse por décadas.
Y entonces cabe la pregunta, ¿hay motivos para celebrar el inicio de la guerra civil de 1910? celebrar suena frívolo en tanto se atienda la naturaleza del hecho, que sólo produjo muertos, ¿venerar a los héroes?, ¿ a cuáles?, los actores políticos de entonces sólo fueron eso, protagonistas de la lucha por el poder, que nunca traicionaron ningún ideal, por el sólo hecho de que nunca encarnaron alguno; encarnaron sus intereses, sus deseos, su sueño por el poder, por el cual habrían de crear alianzas y promover boicots, contra amigos y enemigos. En concreto, vender el alma a quien tuviera el poder de decisión.
Sin duda no hay nada que celebrar, y si a alguien hay que venerar sólo es al mismo actor de siempre, al pueblo, pero al verdadero, aquél que por razones más sencillas que la democracia nacional o la justicia social, dejó detrás de la trayectoria de las balas y artillería, los sueños propios y los generacionales, sus propias ambiciones y deseos, sus mas simples alegrías.
La generación nuestra de ninguna forma es producto de aquélla, que sirvió de carne de cañón para que facciones se pelearan y sólo una de ellas obtuviera el poder, para después ser la marioneta en turno; nuestra generación es una sociedad simplista, conformista, consumista, hedonista, cuya preocupación se limita al individualista deseo de tener, tener y sólo tener, ¿dar? jamás.
Por ello, vaya a donde permanezcan, un minuto de silencio para los hijos que nunca volvieron a ver a su padre, al abandonar la milpa para empuñar el rifle.
Un minuto de silencio para la madre que no volvió a ver a su vástago llegar al hogar. Un minuto de silencio para la esposa que no volvió a ver al compañero de vida.
Un minuto de silencio para los hermanos separados.
Un minuto de silencio por las oportunidades perdidas. Un minuto de silencio por la verdad, principal víctima del próximo año, en que se pretenden conmemorar cien años de mentiras y exaltaciones oficialistas.
Un minuto de silencio por el futuro extraviado de una nación.
Religión, Independencia y Unión.
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