¡Viva Cristo Rey!
Iván Triano Gómez.
Con el ascenso al poder de la llamada revolución institucional, en la segunda década
del siglo XX, habría de iniciar uno de los atentados antidemocráticos más
incongruentes contra la sociedad mexicana: La persecución y represión del
catolicismo.
El movimiento
social conocido como guerra cristera -en forma despectiva por cierto- constituyó
el primer conflicto social desde que los generales se pusieron de acuerdo para
sostener y practicar el poder “institucionalmente” en México.
Dicho conflicto
ha sido poco estudiado y poco difundido por el Estado. La causa obedece
precisamente a que constituye una mancha en la búsqueda de legitimación interna
por parte del gobierno revolucionario, ya legitimado por el exterior a través
de la contienda iniciada en 1926.
El pueblo
mexicano de inicios del siglo XX era, sin exageración, absolutamente católico y
mayoritariamente practicante y creyente. Tales peculiaridades deben ser
atendidas a fin de comprender en su verdadera dimensión, el origen y
justificación del levantamiento popular en contra del gobierno federal, en más
de la mitad de la república al grito de “Viva Cristo Rey”.
Por otra parte
destaca el hecho que las leyes anticlericales del gobierno Juarista (las de
reforma y la constitución de 1857), y las de Lerdo de Tejada de 1873, no fueron
ejecutadas en forma completa desde su adopción. Porfirio Díaz, por ejemplo toleró
a la iglesia católica, aunque no hizo nada por derogar dichas leyes, lo mismos
hizo Adolfo de la Huerta, ambos ya en el incipiente siglo XX, y originalmente
el propio Álvaro Obregón, quien aún y con sus arranques públicos jacobinos,
autores serios lo califican como tolerante del catolicismo.
No obstante
dicha condición habría de desaparecer al acceder al poder el secretario de
gobernación de Obregón, el “general” Calles, a quien como parte del binomio
Sonorense, le urgía el reconocimiento de su gobierno por parte de Washington.
En efecto, al
requerir Plutarco Elías Calles el reconocimiento de su gobierno por parte de
los dueños de Washington, con el único propósito de mantener el poder, traicionó
al verídico pueblo mexicano, al pueblo creyente que por razones naturales
practicaba el culto católico.
Ello, se
tradujo en una política no anti religiosa, sino abiertamente anti católica.
La incongruencia
consistente en que un gobierno, en apariencia emergido “democráticamente” por
un pueblo absolutamente católico, persiguiera y reprimiera al mismo; sólo es
explicable si se da por cierta la influencia extraña de actores ajenos a esa
filosofía cristiano católica.
Y es que aunque
cueste trabajo comprenderlo y creerlo, detrás de toda política, detrás de todo
acontecimiento político social, subsiste el conflicto milenario entre dos
formas de concebir al mundo material; la cristiana y la anticristiana. Ambos
caminos iniciaron su recorrido desde el momento en que el Nazareno fue alzado
sobre el madero.
Los enemigos
del hombre-Dios, son quienes desde lejos, temporal y materialmente hablando,
han influido en gran medida debido al poder adquirido en otras latitudes, con
políticas extrañas para las naciones destinatarias.
El caso de
Calles es peculiar, pues aún contando con cierta libertad de poder, respecto de
Washington; lejos de acrecentar la misma fortaleciendo a su pueblo a fin de
competir en todos los ámbitos con el “coloso” del Norte que ya se
apuntalaba como el dueño del hemisferio, optó por sentarse con el poderoso para
negociar no el bienestar social de “su nación”, sino el propio. Sacrificó a las
futuras generaciones y con ello la verdadera autodeterminación del pueblo
Mexicano.
Calles al final
cumplió con el arquetipo que plantea Octavio Paz, respecto del mexicano en su “Posdata”;
actuó conforme a la herencia tlatoani - caudillo.
No obstante que
la iglesia católica constituyó desde la llamada “Colonia” la principal fuerza para
proteger a los oprimidos (los programas sociales de la misma fueron en la época,
mayores que los públicamente se reconocen); el gobierno federal “revolucionario”
la atacó abiertamente con la promulgación de la ley reglamentaria del artículo
130 constitucional, el cuatro de enero de 1926, pues de entrada no se reconocía
jerarquía dentro de la iglesia y se reducía al sacerdote a un mero empleado del
gobierno.
El punto más
controvertido de dicha normatividad, lo constituyó la obligación de los
sacerdotes de inscribirse ante el gobierno y obtener de éste la autorización
para ejercer su ministerio, aunado a la necesidad de avisar; es decir, de pedir
permiso para cambiar de ciudad o de parroquia.
De acatar los
sacerdotes “inscribirse”, de hecho y frente a los católicos serían desertores y
colaboracionistas; quienes permanecían fieles a Roma, se hallaban impedidos
para cumplir con sus funciones espirituales.
Así, Calles
inició apoyado en una Constitución anticlerical, una verdadera campaña en
contra de la iglesia católica. Acorde con la común y simplista interpretación
del apotegma: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, el César
ahora se entrometía en las cosas de Dios.
La separación
Estado Iglesia hoy en día resulta algo natural e incuestionable, sin embargo,
la postura del gobierno federal de 1926, en nada justifica la implementación de
la misma, pues como se ha precisado, la referida ley reglamentaría atacaba en
forma directa una forma de culto: la mayoritaria en aquélla época.
Ante ello, y de
forma justa, la sociedad mexicana se organizó en forma espontánea en defensa de
la libertad religiosa.
Dado que el
presidente Calles urgió a los gobiernos estatales la pronta aplicación de la
ley reglamentaria así como, la pronta legislación a nivel local respecto del
tema, pronto surgieron absurdos como la ley del estado de Tabasco, en la que su
precursor el tirano Tomás Garrido Canabal, exigía que los sacerdotes fueran casados.
Absurdo, no sólo desde la óptica de la filosofía católica, sino desde el plano
de los derechos humanos, pues tal legislación exigía y decidía por el gobernado
el estado civil del mismo (en este caso el sacerdote). Solo faltó que se
eligiera a la pareja.
Simultáneamente,
se atacó la práctica libre del trabajo, aún y cuando la misma Constitución
afirma la libertad de dedicarse en el territorio nacional, al oficio, trabajo o
ciencia que se desee, con la única restricción de que el mismo sea lícito.
En este
contexto, la lucha de los católicos Mexicanos, en contra del represor
revolucionario, al grito de: “Viva Cristo Rey” nada tiene de fanática; si
acaso, el fanatismo por la defensa de la libertad de pensamiento y creencia, en
ese entonces débilmente atacada por los enemigos del catolicismo, pues a
diferencia de aquélla época, hoy en día la infiltración mental constituye el frente
más contundente por el cual se diluye ya, toda creencia y convicción, a grado
tal que hoy se duda de todo y se asumen como ciertas y naturales, aberraciones
como la pornografía permisible, la prostitución de cualquier género,
maquilladas sutilmente de libertades que sólo contribuyen a la disolución
social, la antítesis de la unidad nacional.
En síntesis, al
cabo de 70 años de dictadura “revolucionaria” y una década de gobierno “bolillo”,
el panorama es gris. Hablar de lo positivo que pueda tener tal lapso no es
tarea nuestra, pues por honor a la verdad algo aunque sea ínfimo puede existir
de positivo en el sistema producto de la revolución, pero ello se convierte en
nada, al apreciar que las actuales generaciones de jóvenes trabajadores,
siquiera gozan de la certeza de un retiro digno al final de la vida laboral.
Del acontecer diario, mejor ni hablar.
El combate del
fanatismo e ignorancia del pueblo mexicano, que constituyó la razón discursiva
del gobierno anticatólico de 1926, hoy pareciera anacrónico al contrastar el
pasado “cristero” con
el presente globalizador; nada más falso e irónico.
En efecto, el
pueblo mexicano es hoy a diferencia de la sociedad católica mexicana de 1926, más
fanático e ignorante, aquélla tenía y practicaba buenas costumbres por regla
general, la de hoy carece de ambos, por regla general.
La diferencia
estriba además en la sustancia de los calificativos. Hoy se es ignorante de las
buenas costumbres, de los valores, y se es fanático del ocio, la farsa… y la mediocridad.
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