Reflexiones bicentenarias I.
Iván Triano Gómez.
La reciente celebración bicentenaria nada tuvo de veraz ejercicio cívico; ni de reconocimiento sincero a los fundadores de nuestra nación. Se trató sólo de parafernalia gubernamental, de banal exaltación.
El hecho que entre las osamentas exhibidas al público en la ciudad de México, por iniciativa de la presidencia de la República, no se hallen las que pertenecieron a Don Agustín de Iturbide y Aramburu, así lo demuestran.
En efecto, dicho acto no persiguió más que objetivos fetichistas; alimentar la natural curiosidad de las generaciones actuales en torno a lo mismo de siempre: la historia nacional falsificada.
Tan falsa fue la celebración en detrimento del erario, que en vez de celebrar la fecha en que de acuerdo al acta de independencia se obtiene ésta, se prefirió por disposición gubernamental, vitorear el inicio del movimiento con todo y que trágicamente derivó en meses de lucha guerrillera, sin mayor resultado, más que miles de novo hispanos muertos.
Y es que de acuerdo con la influencia derivada del imperio norteamericano, que celebra la firma del acta de virginia de 1789, por la cual se erigen los nuevos Estados Unidos de Norteamérica; es dicho acontecimiento el que se justifica celebrar por constituir la consumación de los sacrificios militares, económicos y sociales hechos.
Nada más incongruente que celebrar el inicio de un movimiento sin resultados.
Sólo un gobierno lleno de rencor pudo instaurar tal celebración.
De este modo, hasta en lo superfluo el mexicano se halla extraviado. Cual elefante atado desde su incipiente existencia a la estaca, ha adquirido gusto al cautiverio, a las cadenas, a las mentiras. Cree que aún y cuando ha crecido en tamaño y poder, nunca le será posible librarse, no cree en otra cosa que en lo que le han contado.
La guerrilla que constituyó en estricto sentido el denominado movimiento independentista, iniciado alegórica y formalmente con el grito de dolores Hidalgo del 16 de septiembre de 1810; no pudo nunca concretar un triunfo de la dimensión que habría de darse el 24 de febrero de 1821, encabezado por actores políticos muy diversos a los oficialmente señalados.
La historia humana enseña que ningún movimiento guerrillero insurgente nacional es factible de triunfar, a no ser que cuente con el apoyo decidido y pleno de una entidad hegemónica que lo auxilie desde el exterior.
Ciertamente, la insurgencia será capaz de muchos y nobles actos de sacrificio, pero sin apoyo político, de propaganda y logístico, se hallará casi siempre destinado al fracaso.
Precisamente el fracaso alcanzó al movimiento interno de 1810 con la muerte de sus principales actores: Hidalgo y Morelos incluido. De este modo, si bien se mostró coraje y deseo de autonomía por parte de un sector de la sociedad novo hispana, tales peculiaridades no fueron suficientes para consolidar la llamada independencia.
De pronto la convulsión social existente en la mayor parte de la Nueva España (hasta 1810 casi inexistente) fue controlada, si no es que exterminada. En la sierra de lo que hoy es Guerrero - exclusivamente - el caudillo que inspiró el nombre de dicha entidad federativa, continuó resistiendo con una guerra de guerrillas. Mientras en Europa, la invasión Napoleónica continuaba y con ello los acontecimientos.
Aislada la guerrilla en lo que entonces se conoció como el territorio de Valladolid, habrían de transcurrir varios años desde la muerte de los principales iniciadores del conflicto bélico independentista; entre victorias y derrotas a veces virreinales, otras insurgentes, pero sin posibilidad de verídico triunfo para el último bando.
Así, en el año de 1821 surge como principal actor de la política Novohispana (militarmente ya había destacado años atrás) Don Agustín de Iturbide y Aramburu, a quien la cúpula gubernamental revolucionaria liberal del siglo XIX y sus herederos del siglo XX, condenaron visceralmente al rincón del olvido de la historia nacional.
¿La razón? El hecho de haber concebido un Imperio. Como si ello fuere la peor de las determinaciones de un pueblo, con capacidad para ello. La única diferencia hoy en día, estriba en que los imperios son económicos y no políticos, aunque el primer factor permite el ejercicio del segundo.
Se le ha acusado además de ególatra por ambicionar para sí, un poder tan absoluto como el que goza un emperador.
Tales imputaciones carecen de base.
La tendencia de Iturbide hacia la monarquía no era ilógica en el incipiente siglo XIX, por el contrario era natural que un Virreinato, aspirara a ser un propio reino.
Además, por la extensión de dicho reino, también era natural que tendiera al Imperio, pues las fronteras del Virreinato de la Nueva España, se extendían desde Tejas y la Alta California hasta la frontera de lo que entonces era la Gran Colombia, que aún contaba con el territorio desmembrado posteriormente, de Panamá.
Y es que la administración de tan vasto territorio, ameritó una cabeza política visible que diera unidad a la administración del mismo; tan es así que al proclamarse emperador Iturbide, contrario a lo que se afirma, las hoy naciones centro americanas, provincias o capitanías de la entonces Nueva España, de manera espontánea reconocieron en aquél, a su líder y guía. Hasta entonces no producía efecto el veneno ideológico de la fragmentación política.
Ególatra y absolutista son dos imputaciones que de ningún modo corresponden a la personalidad del Emperador Mexicano. Iturbide, como todo humano algo debió tener de ególatra, sería antinatural sino fuese así.
La formación militar del Emperador, generó una sensibilidad nacionalista que le permitió en su momento renunciar al advertir la posibilidad de mayor derramamiento de sangre nacional, ante la inminente crisis social que generaron los acontecimientos en torno a su ascenso como emperador, en gran medida provocada por el propio parlamento Mexicano. ¿Acaso no es ésta, señal de la renuncia al ego? ¿Renunciar al poder, no es renuncia al interés particular? La historia Mexicana demuestra la perpetuidad (e intento de perpetuarse en el poder) de líderes sin mayor argumento y sin embargo, poco o nada se les condena.
¿Absolutista? ¡Nada más absurdo! Agustín de Iturbide y Aramburu gobernó brevemente el Imperio Mexicano con un congreso de “representantes” conforme a la vanguardia ideológica de la época y como margen de su actuación pública administrativa, una constitución; por tales circunstancias jamás pudo ser un absolutista; con todo y que suprimió al primero, pues tal desaparición se suscitó políticamente tarde, tanto así que ello contribuyó al derrocamiento de su gobierno. Hasta aquí una primera reflexión.
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