En la piel deTokio.
Flor de
líz Pérez Morales
Escribo
porque sé que mi alma encuentra algo de lucidez en mis pensamientos. Escribo
porque seguro en lo retorcido de mis adentros supongo que puedo encontrar a
alguien que en lo más retorcido de sus pensamientos se puede topar con en el
acomodo de los sentidos. Escribo para esos que piden una palabra ajena que se
encuentre con la propia para sabernos vivos. Para mí y para ellos van los
pedazos y desparpajos de lo que queda de estos pensamientos…
Hoy conocí
otra ciudad. Veras en cuyas entrañas existe un vaivén de vidas que se esconden
en el silencio y rapidez de lo cotidiano. Un tipo me apuraba, me decían sus
palabras que caminaba despacio. Quizás, pero sé que mis ojos lo toman todo, lo
aprietan todo, para guardarse en la vivencia. En Tokio se camina rápido, la gente sale de las estaciones como miles
de hormigas que invaden el espacio. Corren, visten de negro y blanco en su
mayoría. No entiendo nada, los trenes se cruzan unos con otros en perfecta
sincronía de puntualidad. Me atemoriza esa medida del tiempo que no es la mía.
Corro para alcanzarlos. Nunca lo logro, es más fuerte mi costumbre que la de
los “otros”. No la de la puntualidad,
sino la de la fidelidad al tiempo.
Ahí abajo
están ellos, minúsculos hombres, que entre las tripas de la ciudad son
devorados, al mismo tiempo que hacen correr la vida. Los trenes trepan hostiles
por arriba, anunciando la fuerza del primer mundo, de hombres y mujeres que se
imantan en sus calles y paredes. Son los trenes y no los autos los dueños de la
urbe. La historia es el hoy, casi sin pasado. Avenidas donde los pasajeros de
los camiones suben como guardias militares todos los días sin parar, ni
chistar.
Esa ciudad
que se desnuda y devela su intimidad en la noche para mostrar sus luces de
colores con el gran traje apretado que seduce al mejor postor y después al
pasar de las horas se guarda en la madrugada, cuando se pone el primer sol
naciente de la tierra; en el albor regresa a su traje gris y sobrio de la
respetada civilización. Cosmopolitismo que no habla, solo camina.
Ahora que
recuerdo a Tokio, creo que se parece mucho a ti. Ahí están ellos. Son como tú.
Gigantes que se imponen en el rigor de protagonistas de una urbe, metrópoli de
cinta de ciencia ficción que no lo es. Bellezas de una arquitectura que huele a
soledad, sobria. Son grises, moldeados en formas rectas, sin curvas que
expongan su fragilidad, pero que sí lo son. Se yerguen como altares de la
masculinidad, de la hombría, de la racionalidad del mundo que se hace en el
ejercicio de la ciencia y el trabajo. Nada se forja en el descuido. No existen
incautos más que los turistas que buscan las salidas de una libertad no
prometida. Todo se somete a la limpieza y al rigor de la tecnología.
En Tokio
no hay casas, solo emporios que se adueñaron del cielo, para imponerse y
decirnos lo pequeñito que somos. Los edificios son grandes para acusar su
fuerza, ligeros para suavizarse ante sus climas, firmes para regir el mundo de
las empresas, como el motor y corazón de la vida económica.
En la
noche y en el silencio, en su gran corazón de urbe late el mío, que a
contramarea y en medio de su intestina piel me atrevo a leer a Paul Sartré,
solo para decirme que soy yo, que sí existo en esa multitud, para allanar la
soledad y abrigarme en los brazos de un rascacielos.
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