Memoria del mar I.
¡Estoy
decidida! el traje de baño sale de la maleta, quiero aprovechar los últimos
rayos del sol. La toalla y el pareo me acompañan en mi recorrido a la playa. El
pequeño hotel me gusta. La brisa es fría, las cuatro princesas ya están en el
agua, me animan, dicen que el agua está cálida pero yo me desanimo; la piel se
me empieza a poner roñosa, me da frio. No me voy a meter al agua, mejor me
quedo en el camastro, el pareo no me cubre mucho. El sol se oculta, las
princesas siguen en el agua. Empieza a anochecer, pero no me quiero ir. Me
gusta el horizonte solitario a pesar del frio. El agua tiene tres tonos, claro,
turquesa y azul profundo.
El
tiempo corre, me llena los sentidos observar la casi noche, mi hermana menor se
sienta a mi lado, al otro lado mi cuñado; empiezo a toser, la brisa agudiza mi
tos. Mi cuñado dice que pida un tequila con limón. Lo hago. Llega en un
instante. Lo tomo. Su sabor me recuerda un beso, pero no lo es. Me dan ganas de
decirle al mesero que ese tequila no me sabe al beso que recibí, que busque uno
con ese sabor. Me rio conmigo misma, me dirá que estoy loca, que ese sabor
especial no lo tienen en ningún lado.
El
mar me da tristeza. Le pregunto a mi cuñado cómo es un día en la plataforma. Lo
narra, dice que es silencioso como ahora, que sus jornada son de seis a seis,
cenan, se dan un baño y los hombres deciden si van a la sala colectiva o cada
quien se va a sus cuartos a ver televisión. En los camastros seguimos nosotros
tres arrastrando el silencio de la noche y la brisa del mar. Se ve una luz en
el cielo, yo digo que es un avión, él dice que es un satélite porque no
relampaguea; le doy la razón. Otra luz roja y pequeña ilumina el mar, él dice
que es una lancha que solicita canal, porque a la luz roja la acompaña una
verde. También le creo. Mi tos se agudiza, mejor nos levantamos para ir cenar.
Todos
nos reunimos. El restaurante italiano es muy pequeño, huele, están haciendo el
pan de la casa. Ceno mi ensalada formaggio, pasa el paquete italiano, me rio
porque me recuerda la comida de la tarde cuando la princesa joven y la familia
se divirtieron a mis costillas; sobre un ofrecimiento con el empleo de la
mercadotecnia me dieron a escoger tres paquetes: Un paquete local, que contenía
a un ranchero con acciones en una empresa, un rancho y algo de diversión; un
paquete nacional que ofrecía un hombre inteligente y un paquete internacional
que ofrecía un italiano dueño del pequeño hotel de diez habitaciones donde nos
hospedamos, una vieja camioneta negra polvosa y mi enorme placer por la cultura
italiana que saben ellos me es atractiva, incluyendo su comida. ¡Pobre hombre!,
ni cuenta se da del juego y las especulaciones infames de mi familia.
Pienso
que por lo menos eso ya le valió al italiano para ser protagonista de esta
narración. La votación de la tarde fue divertida, el ranchero tuvo dos votos,
el de mi hermana mayor, aunque ella tramposamente levantó la mano de la princesa
pequeñita de un año. Contundente, logró dos votos. El paquete Inteligente sólo
obtuvo el voto de la princesa joven, y eso porque ella lo propuso; y
evidentemente arrasó el paquete italiano con todos los votos restantes, dicen
que auguraba vacaciones permanentes en ese pequeño lugar del mundo, donde hasta
el momento no hay centros comerciales, ni ruidos ensordecedores, solo calles
polvosas y un mar hermoso…en ese pueblo se queda una tarde llena de risas.
Subo
a mi habitación, me baño y me pongo mi vieja camiseta de Joan Manuel Serrat
como pijama. Salgo al pasillo para ver la noche que ya me atraía desde que
llegué. En él hay unos sillones de madera que me gustan para quedarme a ver
desde mi cuarto la noche que llena el hotel rodeado de matas de plátanos. Me
siento en los sillones, el silencio se altera con la suave música de Jorge
Drexler, mi cuñada sale también en ropa de dormir, dice que escuchó la música y
le llamó la atención. Se sienta a oír la noche en el sillón de al lado. La
vieja canción de Hernaldo con el poema Te quiero de Mario Benedettti suena
ahora. Sale mi hermana y se sienta en el sillón contiguo. Las tres nos quedamos
calladas observando la oscuridad en medio de la música que ahora llena la noche
con la voz ronca de Alejandra Guzmán cantando “Hacer el amor con otro”, ella se
oye bien en ese lugar.
Maldita
tos que sigue en mi cuerpo, la garganta se me cierra más, ¡Por Dios!, la voz me
cambia con el frio de la brisa marina. Es como si se rebelara contra mí.
Seguimos calladas, cada una en lo suyo. Yo cuento, son cinco los faroles que
iluminan la entrada del pequeño hotel. El olor del pan horneado se desliza
nuevamente. Llega una pareja, son los vecinos que ocupan la habitación de
enfrente; recuerdo la plática con mi hermana cuando le dije que admiraba a la
chica que portaba un traje de dos piezas en un cuerpo rollizo, sin pendientes
con la vida, y sin embargo, a mí me daba pena enseñar mis piernas delgadas;
sigo admirando a esa chica. Los pensamientos se interrumpen con la llegada de
las tres princesas que salen en pijama para hacernos compañía, cambian el
silencio por la plática de ellas. La niña y la adolescente se sientan en los
sillones desocupados, la pequeñita se acurruca en los brazos de su madre, ahí
se duerme. El silencio nos abruma. Es tarde… hora de dormir.
¡Maldita
tos que me despierta!, es más frecuente. Escucho un ruido constante que cae en
el techo de la habitación. Es la madrugada, me levanto y abro la cortina, está
oscuro y llueve fuerte. Nunca había visto llover en el mar, el agua y las matas
de plátano se mueven con la brisa. Me animo y pienso que sólo será un rato
maravilloso de lluvia, me place la caída del agua entre las hojas del plátano.
Falta mucho para que amanezca, me da tiempo a dormir nuevamente, eso me alienta
a pensar en el desayuno en el restaurante. Sí, voy a desayunar en un lugar que
tiene olor a pan hecho en casa… por cierto, pensar en ello me hace olvidar la
tos.