Cuentos cercanos del (próximo) primer tipo.
Marilú Aké Vázquez.
Los asistentes de los otros alcaldes, los reporteros y los meseros que estaban a su alrededor a la espera de que el encuentro terminara lo voltearon a ver estupefactos.
El sonoro ruido de los tambores, despertó a más de
uno que ya dormitaba al escuchar la larga lista de invitados que desde el
templete alzaban la mano para saludar a la concurrencia. El calor, el hastío y
la impaciencia por oír los discursos parecía no importar a los legisladores e
integrantes del gobierno que pretendían agradecer el voto obtenido hacía apenas
algunos meses, interviniendo uno tras otro con las mismas palabras de
bienvenida, iguales frases bañadas de democracia que solo ellos se creían. La
intensa movilización de los músicos y del personal de logística, que al mismo
tiempo la hacían de elementos de seguridad rompieron la quietud del lugar. Sin
girar sus cabezas supieron que había hecho su arribo el flamante presidente
municipal electo, del brazo de la primera dama que sonreía orgullosa de
saber que era ella y no él, quién realmente obtuvo el triunfo en las urnas. A
un lado venía quién también se creía el verdadero ganador de la contienda; su
nombre sonaba con insistencia para ocupar la secretaría del Ayuntamiento que ya
se había constituido mentalmente por el equipo de campaña. No era necesario
siquiera pensar en más propuestas, era el hombre más cercano al candidato
electo, el cerebro detrás del proyecto, el de las ideas, el de los discursos,
el de las decisiones, el que ponía las palabras en la voz del próximo edil.
Tan solo habría que recordar la ocasión en la que
se invitó a los alcaldes electos para la primera reunión donde se les
capacitaría sobre administración, finanzas municipales y otros temas
relacionados con lo que sería su encomienda a partir del 1 de enero del año
siguiente. Problemas con la maltrecha carretera que mentalmente se prometía
componer en los primeros 100 días de gobierno, retrasaron su llegada junto con
el edil electo. Éste tuvo que ingresar solo a la reunión con sus próximos
homólogos. Temió que tan solo abrir la boca se dieran cuenta que era un idiota,
algunos pensarían que se excedía en su calificativo; que la envidia lo corroía
por no ser él quién tomaría protesta al cargo, pero los pocos que habían tenido
la oportunidad de hablar con el “candidato” constataban que se quedaba
corto, por eso había que cuidarlo.
La imagen ante todo, se repetía cuando recordaba
que la figura y por supuesto, el dinero que cobijaba al “candidato”
habían sido decisivos para elegirlo y no a él, como el próximo encargado de ser
la imagen para gobernar al pueblo. Por eso le urgía llegar a la reunión.
Cuando el chofer logró sortear los baches de la
carretera y llegar al lugar del encuentro, bajó de prisa e intentó entrar, pero
se topó con el personal que resguardaba la puerta. La orden había sido no dejar
pasar a nadie que no fuera presidente electo. Primero intentó conciliar,
argumentó que llevaba unos documentos que necesitaban la firma del “hombre”,
pero su intento fue infructuoso, más de uno había intentado colarse en la
reunión, por lo que el vigilante ya se conocía todas las excusas. Ninguna valió
para dejarlo entrar. De la calma pasó al hormigueo de la molestia -se conocía-
trató de contenerse porque sabía que una negativa más y explotaría, pero la
cólera terminó por apoderarse de él y ante el (nuevo) rechazo de dejarlo pasar
gritó: ¡No se da cuenta que el alcalde es un pendejo y yo soy quien tiene
que decirle qué decir!. Los asistentes de los otros alcaldes, los reporteros y los meseros que estaban a su alrededor a la espera de que el encuentro terminara lo voltearon a ver estupefactos.
De todas las excusas que ellos habían “inventado”
en su infructuoso deseo por pasar ni una se acercaba a lo que oyeron. El
vigilante, apenado, comprendió de inmediato, hizo una excepción y lo dejó
entrar. El episodio que se esparció como reguero de pólvora, llegó a oídos de
todos, menos del “candidato”, al que se cuidó de que no se percatara que
los murmullos y miradas esquivas cuando terminó la reunión iban dirigidas a él.
Ése era su trabajo, se dijo mentalmente el próximo
Secretario, ahora que caminaba junto al alcalde electo rumbo al templete para
participar en la gira de agradecimiento. “Que no se den cuenta que quién manda
soy yo”, se decía.
Algunos pensarían que había llegado tarde, pero el
equipo sabía que era parte de la estrategia para llamar la atención de la
concurrencia. “Como si esto fuera necesario” pensó un asistente que
había sugerido suprimir la entrada con tambores y la intensa movilización del
personal de “logística” que parecían sacados de una película del agente
James Bond a la mexicana, con sus aparatos de comunicación, lentes de sol y la
típica guayabera blanca que destacaban en cualquier evento, por contrastar con
la pobreza del lugar y la humildad de la concurrencia.
Pero ni el edil ni su esposa quisieron siquiera
terminar de escuchar la sugerencia. La orden era y seguiría siendo hasta su
toma de protesta, que su arribo a cualquier evento al que se les invitara sería
tambores por delante, logística por todos lados y ellos del brazo, atrás de los
músicos.
Claro que “Cualquier parecido con la realidad es
pura coincidencia” como decía la finada Masha, personaje del pueblo que
-ahora- será gobernado... por el presunto idiota.
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