Memoria del mar II.
Flor de Líz Pérez Morales.
A
mí como a mi familia, nos seduce la idea un desayuno con el pan hecho en casa.
¡El olor es estupendo para abrir el apetito! Esperamos en el pequeño
restaurante italiano con vista al mar que tiene el hotel donde nos hospedamos.
Tengo el desayuno enfrente pero no es como me lo imaginé: huevos con tocino,
café soluble bastante malo, sin pan de casa y un delicioso jugo de naranja. De
todas formas esto último redime mi ánimo.
Ahora
sí, es hora de ir al agua. Aunque no tan pronto como quisiera, me gusta
observar el mar y lo miro a detalle. La poltrona debajo de la palmera me
recibe… es de mañana aún. La lectura de un libro me atrae por un momento, lo
saco de la bolsa y leo por un rato. La mirada al mar sigue siendo atractiva
para mí. Me gusta. Antes de entrar al agua tomo la cámara de la princesa joven
y fijo algunas imágenes, ella como toda chica de su tiempo lleva por compañía
su portátil, dos cámaras fotográficas y un iPod; tomo la máquina portátil y me
pongo a escribir algunas cosas sin sentido. “Seguro después serán historia”
dicen mis hermanas que me acompañan al otro lado del camastro.
Las
tres princesas más pequeñas se arriman alegres al agua, la nena de un año y
medio de edad corre, corre, corre con lo que le dan sus dos regordetas piernas.
¡Quiere lanzarse al mar! Una mano ventajosa se lo impide: mi cuñada, es decir,
su madre. La nena llora, señala con su mano que quiere ir adentro. Todos se van
al agua; mi mamá desde la hamaca ríe y observa todo, mi cuñado toma el kayak y
los remos y se desliza en el horizonte. Lo veo alejarse, se me antoja subir a
la pequeña embarcación.
Entro
al agua, juego un rato y le digo a mi cuñado que me voy a subir a su
“barquito”, él me da el otro remo. La pequeñita llora y piden que la metan en
la nave. Yo me apiado de ella y la subo en mis piernas, su rostro lloroso
cambia por una sonrisa que abruma al mar. Los tres pasajeros nos adentramos al
agua, en realidad las dos pasajeras- la nena y yo- no ayudamos mucho, pues no
sabemos remar. No hay más personas que mi familia. El ambiente se llena con
algunas risas lejanas de mi parentela. Regresamos a la orilla.
Vuelvo
otro rato al agua y pido a mi cuñado que me preste el kayak, quiero remarlo
sola. Me lo da. No sé ni siquiera tomar el remo. No importa, busco la manera,
él me da algunas recomendaciones, pero no puedo, no logro salir de la orilla.
Me digo a mi misma “desde afuera se ve tan fácil hacerlo”. Todos se ríen de mí.
Lo sigo intentando. ¡Maldito kayak!, se va para atrás y yo quiero ir para
adelante. Sigo intentándolo, pero la embarcación justo se va para donde no
quiero ir. Me duelen los brazos por el esfuerzo y no logro salir de la orilla.
Mi hermana mayor se compadece y me empuja. Tampoco logro avanzar mucho. Mi
cuerpo escurre harto sudor y no obtengo nada. Me paro un poco, uso la lógica,
muevo las manos para captar el sentido de acción que tengo que emplear en la
nave y los remos. Es cuestión de sincronizar y entender qué quiero hacer. Muevo
un remo y observo el movimiento de la embarcación, muevo el otro lado y veo la
dirección que toma. Después de eso entiendo algo del ritmo que debo seguir.
Avanzo, avanzo, creo que lo logré. “¡Domino y controlo esta cosa!”, me digo.
La
princesa joven dice que ella se sube conmigo. Toma el remo y con mayor ventaja
sobre el kayak nos adentramos, siguiendo las indicaciones mías del rumbo que
quiero tomar. El día se desliza así, en el esfuerzo aplicado a una nave, del
sudor de mi cuerpo y sol que ya quema mi piel.
Mientras,
la princesa pequeñita tiene tiempo para volverse astuta y lograr su cometido de
adentrarse a las profundidades del mar; su estrategia es engañar a su madre. La
lleva a la poltrona, la invita a recostarse y al momento la nena sale corriendo
para meterse al mar. Imposible, su madre no se deja timar ninguna de las cinco
veces que lo intenta. La pequeñita toca un remo y señala con su mano alzada que
quiere ir sola. No quiere compañía, ella, como su tía, cree que puede controlar
ese pequeño barquito. La veo y le digo: ¡Mi niña, es cuestión de
inteligencia!..., seguro lo vas a lograr en unos años.
La
tarde-noche nos da la bienvenida con una comida estupenda de pastas, carnes,
vino, cervezas, agua de limón y naranja… y ahora sí, pan hecho en casa. La
noche algo fría toma su lugar en un pequeño pueblo, de calles empedradas y
polvosas, donde el silencio se vuelve majestuoso sólo para ser agradecido ante
el oleaje de un mar que por unos momentos se adueña de nuestras vidas. Estoy
segura que en un tiempo el pueblo será otro, pero el mar seguirá ahí. Mañana…
mañana será otro día.
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