Memoria del mar II.

Posted on 0:08 by Hugo Triano Gomez | 0 comentarios


Flor de  Líz Pérez Morales.


 
A mí como a mi familia, nos seduce la idea un desayuno con el pan hecho en casa. ¡El olor es estupendo para abrir el apetito! Esperamos en el pequeño restaurante italiano con vista al mar que tiene el hotel donde nos hospedamos. Tengo el desayuno enfrente pero no es como me lo imaginé: huevos con tocino, café soluble bastante malo, sin pan de casa y un delicioso jugo de naranja. De todas formas esto último redime mi ánimo.
Ahora sí, es hora de ir al agua. Aunque no tan pronto como quisiera, me gusta observar el mar y lo miro a detalle. La poltrona debajo de la palmera me recibe… es de mañana aún. La lectura de un libro me atrae por un momento, lo saco de la bolsa y leo por un rato. La mirada al mar sigue siendo atractiva para mí. Me gusta. Antes de entrar al agua tomo la cámara de la princesa joven y fijo algunas imágenes, ella como toda chica de su tiempo lleva por compañía su portátil, dos cámaras fotográficas y un iPod; tomo la máquina portátil y me pongo a escribir algunas cosas sin sentido. “Seguro después serán historia” dicen mis hermanas que me acompañan al otro lado del camastro.
Las tres princesas más pequeñas se arriman alegres al agua, la nena de un año y medio de edad corre, corre, corre con lo que le dan sus dos regordetas piernas. ¡Quiere lanzarse al mar! Una mano ventajosa se lo impide: mi cuñada, es decir, su madre. La nena llora, señala con su mano que quiere ir adentro. Todos se van al agua; mi mamá desde la hamaca ríe y observa todo, mi cuñado toma el kayak y los remos y se desliza en el horizonte. Lo veo alejarse, se me antoja subir a la pequeña embarcación.
Entro al agua, juego un rato y le digo a mi cuñado que me voy a subir a su “barquito”, él me da el otro remo. La pequeñita llora y piden que la metan en la nave. Yo me apiado de ella y la subo en mis piernas, su rostro lloroso cambia por una sonrisa que abruma al mar. Los tres pasajeros nos adentramos al agua, en realidad las dos pasajeras- la nena y yo- no ayudamos mucho, pues no sabemos remar. No hay más personas que mi familia. El ambiente se llena con algunas risas lejanas de mi parentela. Regresamos a la orilla.
Vuelvo otro rato al agua y pido a mi cuñado que me preste el kayak, quiero remarlo sola. Me lo da. No sé ni siquiera tomar el remo. No importa, busco la manera, él me da algunas recomendaciones, pero no puedo, no logro salir de la orilla. Me digo a mi misma “desde afuera se ve tan fácil hacerlo”. Todos se ríen de mí. Lo sigo intentando. ¡Maldito kayak!, se va para atrás y yo quiero ir para adelante. Sigo intentándolo, pero la embarcación justo se va para donde no quiero ir. Me duelen los brazos por el esfuerzo y no logro salir de la orilla. Mi hermana mayor se compadece y me empuja. Tampoco logro avanzar mucho. Mi cuerpo escurre harto sudor y no obtengo nada. Me paro un poco, uso la lógica, muevo las manos para captar el sentido de acción que tengo que emplear en la nave y los remos. Es cuestión de sincronizar y entender qué quiero hacer. Muevo un remo y observo el movimiento de la embarcación, muevo el otro lado y veo la dirección que toma. Después de eso entiendo algo del ritmo que debo seguir. Avanzo, avanzo, creo que lo logré. “¡Domino y controlo esta cosa!”, me digo.
La princesa joven dice que ella se sube conmigo. Toma el remo y con mayor ventaja sobre el kayak nos adentramos, siguiendo las indicaciones mías del rumbo que quiero tomar. El día se desliza así, en el esfuerzo aplicado a una nave, del sudor de mi cuerpo y sol que ya quema mi piel.
Mientras, la princesa pequeñita tiene tiempo para volverse astuta y lograr su cometido de adentrarse a las profundidades del mar; su estrategia es engañar a su madre. La lleva a la poltrona, la invita a recostarse y al momento la nena sale corriendo para meterse al mar. Imposible, su madre no se deja timar ninguna de las cinco veces que lo intenta. La pequeñita toca un remo y señala con su mano alzada que quiere ir sola. No quiere compañía, ella, como su tía, cree que puede controlar ese pequeño barquito. La veo y le digo: ¡Mi niña, es cuestión de inteligencia!..., seguro lo vas a lograr en unos años.
La tarde-noche nos da la bienvenida con una comida estupenda de pastas, carnes, vino, cervezas, agua de limón y naranja… y ahora sí, pan hecho en casa. La noche algo fría toma su lugar en un pequeño pueblo, de calles empedradas y polvosas, donde el silencio se vuelve majestuoso sólo para ser agradecido ante el oleaje de un mar que por unos momentos se adueña de nuestras vidas. Estoy segura que en un tiempo el pueblo será otro, pero el mar seguirá ahí. Mañana… mañana será otro día.

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