Mortis.
Decirlo así, no es fácil: Vivir es comenzar a morir.
Morir, es si acaso una de las pocas “cosas” en las que –en verdad- la humanidad coincide. Una a la que nadie puede negársele en el momento en que reclame atención. Si bien ha cesado en su intento de perpetuar la existencia, el hombre coqueteará siempre con la idea de pretender imponerse a uno de los más grandes misterios de la vida.
Pensar en la muerte decíamos, sin duda es complicado. Más si se acepta, que no sabe uno cómo, cuándo, dónde, ni por qué llegará. Es casi, casi, una sentencia que algún día se ejecutará.
Es cómplice “traviesa” del tiempo e irónicamente justa e injusta cuando hace uso de él. Lo mismo “carga” al experimentado y sano veterano, que con el vulnerable y deseado recién nacido. Con alguien en plenitud, con el visionario, con el planificador.
Temerle a la muerte es normal. No hacerlo es contra-natura. Más allá de criterios materialistas y extremistas, el cuerpo y el alma unificados son lo único que auténticamente tiene el individuo en el considerado “nuestro mundo”.
Amén de un misterio, equiparable solo al de la vida, la muerte representa el fin del paso terrenal de todo ser humano. Un episodio mayúsculo y paradójico de la existencia que inobjetablemente deja tras de sí secuelas, en las más de las veces, dolor.
El fenómeno adopta otro matiz, si se le combina con la fe. El convencimiento de “pasar a mejor vida” y de tener acceso al Ser Supremo dota de la fuerza y esperanza necesarias para afrontar tan difícil transe.
Nadie será culpable sin embargo, por que la psique se afecte al conocer de la presencia de la muerte en algún tiempo y espacio determinados.
El quehacer terrenal vuelve aquí a tornarse importante. Dependerá de él, el grado del daño sufrido.
Y es que si bien se insiste en que entender la muerte será siempre pretencioso, prepararse para ella es posible, en tanto que está asociada al ego por aquello del instinto de conservación o sobrevivencia, pero también a la necesidad de pertenencia.
Con todo esto tendríamos que la muerte termina por recordar a muchos, que lo que en verdad tiene valor para la raza humana es la obra y el proceder que aquí se haya realizado-adoptado, en su relación con sus semejantes, pero más con su ser “querido”, su ser familiar.
Ahora mismo es conveniente saber quién lloraría la partida de cada quien, quiénes la sentirían, quién la sufriría y hasta a quien se quisiera no “abandonar”. Con ellos es el compromiso, a ellos debe hacerse vivir. La meta es ser feliz, vivir en plenitud. Hacer realidad la máxima aquella de “morí por vivir y no viví para morir”.
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