La muerte entre los sueños rotos.
Flor de Líz Pérez Morales.
Duele hablar de lo mismo; duele saber y entender que las cosas en nuestra casa se apabullan frente a la violencia, la saña y la muerte; duele pensar que los homicidios de niños y jóvenes se dan ya como algo natural, como una cruel matanza de animales, frente a la careta desvergonzada de la impunidad. A uno le gustaría creer que solamente se trata de una película de horror donde no hay personajes de verdad y donde al final todo se resolvería para bien; sin embargo, la situación no es así. Se acongojan nuestros pensamientos frente a los agravios que se viven en Ciudad Juárez, Tijuana, Tepic, la Ciudad de México y muchos otros suburbios que llevan consigo la amenaza de la muerte.
Los últimos días en el norte del país, en el centro o en el sur no son producto de la nada, tampoco de la improvisación del crimen organizado. La situación tiene ya muchos años en gestación, temporalidad donde el día a día se ve recrudecido de la forma más carnal en que se genera la tragedia: la corrupción, la pobreza y la marginación.
Nada se le ha ofrecido a los jóvenes, a los ciudadanos, ninguna alternativa de subsistencia válida, no hay para ellos empleos, educación y salud; son los cárteles quienes han encontrado terreno fértil para adueñarse de la vida de la gente, sólo que ahí se ofrece una entrada pero nunca una salida para continuar.
La purga de todo esto finalmente no es el encuentro con la muerte, que ya es lamentable, sino la irremediable pérdida de sueños infantiles que nunca llegaron ni llegarán a ser posibles porque no hemos sido capaces de pensar en ellos. Son niños que matan a otros niños, jóvenes que mueren en las manos de otros jóvenes, madres que ya no lloran a sus muertos sino a sus vivos porque son ellos los que palpan la pesadumbre del desconsuelo.
Esa es justamente la desesperanza, la guerra de todos, la guerra sin cuartel, la batalla del miedo y el pesar; todos luchan para sobrevivir, aunque para muchos sea más doloroso vivir que morir. Aquí ya no hay pero que valga, ya no hay tierra de por medio. Los sonidos han cambiado, las armonías se componen en los estruendos y balazos; la risa se cambió por el llanto lastimero de la impotencia, la mirada de gozo por la del dolor. Yacen en las calles la oscuridad suave y el caminar lento para dar sonido a las patrullas y ambulancias. Esas son ahora las calles de Ciudad Juárez, de Tijuana y todas las ciudades que han perdido el cobijo de sus habitantes porque a ellos ya nadie los cobija.
Las imágenes marcan ahora caminos desolados, sombras oscuras donde se escuchan las sirenas de las ambulancias rumbo a los hospitales, se prohíben los disfraces del día de muertos porque no se quieren falsas identidades cuando desde hace mucho se camina con identidades apócrifas. Nada se ha hecho, nada se hace porque combatir la delincuencia es combatir al Estado mismo, entrar en las entrañas de corrupción que se pudre en el puro estiércol de la desfachatez. Benedetti decía en el fragmento de alguno de sus poemas…
y nada más
porque el cielo ya está de nuevo torvo
y sin estrellas
con helicóptero y sin Dios
Es verdad, este país huele a cólera dormida, a ira ahogada, a fuego sin cenizas… lamentablemente huele a utopías sin horizontes.
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